martes, diciembre 20, 2005

Los Puertos

Partir de viaje no es fácil. Existen tantas cosas que dejas atrás y tantas dudas por lo venidero que cualquier gilipollas que diga que es fácil engaña o se engaña. Surgen tantas preguntas antes, que uno se inquieta ¿Qué llevaré conmigo? ¿Dónde dormiré? ¿Qué me deparará el destino? Las respuestas muchas veces son obvias; solo lo útil, donde el cuerpo te lo pida, quien cojones sabe. Y aun así el peso de la incertidumbre y la comodidad burguesa te mantiene en la duda. Y al final no partes. Te quedas en casa con todas tus cosas útiles e inútiles, bajo las sábanas de tu cama y el cierto quimérico destino de todos los días iguales.
No partes y te reconoces en tu interior como un viajero, como un extranjero en el día a día. Tus carceleros dejan la puerta abierta y el barco amarrado al muelle, pero con la seguridad de que nunca los abandonarás por que te han creado dependencia a ellos y miedo a ti.
No partes y sabes que debes partir. Los cascos de las naves se pudren en los puertos y el aire de los globos se escapa dejando tan solo la lona tendida sobre el suelo como una inmensa piel seca al sol, los caballos pasean mansos y tediosos en sus cuadras añorando jinetes y los trenes ya no escupen vapor al aire orgullosos por ser los primeros.
Simplemente no partes.
Abandonas la suerte de tu vida a los días tras otros, amontonándose iguales y ordenados como páginas de una guía de teléfonos. Números que forman eslabones de una cadena que maldices pero no muerdes. Y sin embargo, eres tú el que abraza la cadena para no dejarte libre.
No partes.

El día en que el barco gritó tu nombre desde el puerto invadiendo con su llamada las calles; arrastrando su queja entre callejuelas, plazas y avenidas; cerraste la puerta asustado y abrazaste mas fuerte tu cadena y esta quiso ahogarte. Sabías que tenías que partir.

Los Mundos Pequeños