La chistera
Los niños corrían y corrían de un lado a otro del barco persiguiéndose, agarrándose, saltando, gritando, dándose patadas, tropezando, riendo, llorando...
La melodía los detuvo en seco, se miraron extrañados y callaron, todo el barco se quedó callado. Frígida cantaba, aquella música cálida provenía de aquel inmenso mundo gélido de hielo, nieve y silencio ¿Qué podía estar sucediendo en Frígida?
Tras la música un trueno y el silencio imperturbable de Frígida se rompió en un llanto cálido. Nuestros ojos no podían apartarse del milagro que sucedía, asomados a la borda callados veíamos como Frígida deshacía su invierno eterno. Toda ella lloraba, toda ella recordaba, toda ella abrazaba la vida que durante tanto tiempo había olvidado. Y el invierno se hizo primavera. Lentamente, despertando de nuevo a la vida, sacudiéndose la escarcha del alma Frígida volvió a amar.
Tras el hechizo todos lloraron y se abrazaron alrededor mía, algo de las escarchas de sus corazones se había deshecho también, incluso del mio. Pero no lloré, aguanté mis lágrimas, sujeté mis icebergs para que no se hundieran e imploré al invierno de mi corazón que no me dejara y el nudo en la garganta quería reventármela en mil pedazos, escupir fuera el alud de mi dolor y angustia, apartar las nieves que protegen al niño desnudo de yelmo de hielo.
Quería gritar, apartarme de todos aquellos malditos que se abrían unos a otros y mostraban su amor, sus anhelos, sus sueños, su ingenuidad... Quería correr y correr lejos, buscar un lugar oscuro donde esconderme y estar solo.
- Si no lloras, si no liberas tu escarcha, acabarás reventándote - Sonó una voz amable a mis espaldas. Me volví. Era Altair, aquel joven gordito y sucio que me miraba divertido, cálidamente. A su lado erika, aun con lágrimas en los ojos me tendió un cigarrillo encendido.
- Vamos tontorrón ¡escúpelo lejos! El invierno ya ha pasado, es hora de buscar tu mundo pequeño limpio y renovado -
Y vomité hielo.
No se bien cuando llegamos al nuevo destino, un mundo extraño habitado por seres noctámbulos, Luna Mora. Allí desembarcamos los que soñamos de día, los que gustamos de habitar los placeres de la noche, los misterios de las sombras, las luces tenues y el fulgor de las hogueras. Una noche sin fin nos abría sus brazos a ensoñaciones árabes de cúpulas y jardines perfumados, de estanques de agua cristalina, de cantos y bailes y cuerpos cálidos.
Alguien mando callar a los niños que allí jugábamos despreocupados del día y poco a poco nuestras voces se fueron apagando hasta que nada se oyó, entonces un viejo con voz antigua comenzó a improvisar un cuento. La voz fue llenando con imágenes la noche, narrando mundos pequeños desde dentro, colmando nuestros sueños. Tras él otros narradores improvisaron sus cuentos en aquella noche sin tiempo, cuentos hermosos y puros que nos hacían estremecer de placer, cuentos terribles y monstruosos que te helaban de terror y miedo, cuentos que hacían llorar de risa o de pena, cuentos que olían a madera o sabían a agua de mar, cuantos de acero o cuentos de cristal...
Ví y oí a muchos de los viajeros que junto a mí embarcaron en busca de los mundos pequeños, subieron al escenario e improvisaron cuentos. Escuché a Erika, a Pepapoderes, a Altair y a Mel y después de ellos subí e improvisé el mio. Tímido narré mi cuento y mientras lo hacía algunos eslabones se desprendieron de la cadena de mi cuello.
Para cuando volví a embarcar en el velero llevaba una chistera vieja en la cabeza. Adiós Luna Mora, guárdame un sitio para cuando vuelva.
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