viernes, diciembre 23, 2005

El olor del anís

Acabo de sorprenderme despertando de mis pequeñas ensoñaciones de las 8 de la tarde, las típicas que suceden cuando empieza a abrirse la noche y su negrura te acerca al silencio y a la muerte (del día, evidentemente). Pienso en ese pequeño pingajo opaco que se me colgó impertinente en mi muñeca, con pretensiones de hacerme ver la verdad de las cosas… ¡bah! Definitivamente se estaba quedando conmigo.

No fueron 2, sino 6 copas de cognac. Estoy un pelín mareadilla, nada serio, pero sí que me siento verdaderamente acalorada. Me levanto de la silla, me despido de la barra y del barman, un precioso morenito muy meticuloso, a juzgar por la vehemencia con que limpia las copas de cristal.

Camino por un estrecho pasillo que conduce a cubierta. Está abarrotado de gente. ¡Qué extraño! Son personas normales. Esperaba encontrarme con una galería freak de última generación, una horda de existencialistas de medio pelo. No es así, pero sí que hay algo extraño en ellos… se miran mucho a los ojos. ¿Qué buscan?

Este planeta Joya me ha dejado trastornada… Todo el barco despide un intenso olor a anís y, tanto pasajeros como tripulación, sentimos una agradable sensación de paz. De repente, creemos que todo es posible, y que todos nos amamos… jaja.. ¡dios! ¿De dónde me viene este repentino sentimiento de pertenencia? ¿Por qué hablo en plural?

Sigo caminando, no me gusta sentirme espiritualmente tan cerca de la gente… me acaba haciendo daño. Sin embargo, me siento bien.

Subo a la cubierta, el aire me acaricia la cara y los hombros. Todo está quieto, todo está oscuro. Siento el silencio del silencio. Me vienen cálidos susurros de una esperanza quebradiza, una música dulce y frágil.

¿Cuándo será la próxima parada?